miércoles, 6 de enero de 2010

Odiosa rareza

Odio a las mujeres extrañamente bellas. Mujeres desobedientes, voluminosas, raquíticas, o lo que sea, pero siempre feas, feísimas; cojas de andar enrarecido, rostros cubiertos de muecas repetidas, absortas. Minas que resisten registrar al entorno en la elección del estilo para la sensualidad.
Esas minas me aterran, porque no quiero ser como ellas, no quiero tener nada que ver con ellas; no quiero ser distinto y arriesgarme al exilio de los ridículos, despojado de mi honrosa pertenencia a esta pequeña sociedad, y sus cuidados preceptos sobre cada cosa.

Las odio, pero les tengo un amor irreductible; cuando las miro, por breves instantes, escondiéndome del resto, y de mi mismo, las contemplo en su andar. Evito con todas mis fuerzas recordarlas, y no lo consigo. Se aparecen en mi mente como fotos movidas, estelas de color, en un sello de intensa sensación. Me hostiga la insistencia de su belleza.

Creo que muchas de ellas se odian a sí mismas, pero no pueden evitar ser extrañas; no logran volverse normales, son su propia prisión, de la que no pueden escapar, y secretamente acaso no quieran.
Yo las veo pasar bajo ese fuego, con el rostro del terror: conocen el infierno de querer, y no querer, una misma y sola cosa.
Yo conozco ese infierno por conocerlas a ellas.

Al principio, durante la adolescencia, me escudaba en la sensación predominante de desprecio, y decidí que ellas eran algo más para despreciar. Y punto.
Con el tiempo, comencé a sospechar de mi mismo. Las detectaba cada vez desde más lejos. Sintiéndome como imantado por su presencia, por más remota que fuera. Como si algo entre ellas y yo me redujera a una única cosa: espectador.
Puedo detectar una mujer como esta entre miles de otras mujeres, más o menos normales, corrientes u obedientes en color, forma y contenido aparente, al contexto que las contiene, -y las retiene?-. Puedo sentir el temblor de sus pasos en el suelo que vibra, hasta casi diría oír sus pies, uno por uno avanzando, acercándose.

Las odio, pues hacen que me sienta extraño yo también. Que me odie, como las odio a ellas.
Cuando estoy con amigos, y pasa una mujer así, espero que alguno haga un comentario, un gesto al menos, del tipo Qué buena mina. Sé que nunca pasan desapercibidas, me violenta que no resulten atractivas. Me siento enfermo a causa de sus bellezas trastocadas, sus sensualidades cifradas.
Muchas veces escucho a otras mujeres, jóvenes o mayores murmurar, gesticulando divertidas al respecto de alguna rareza: no las incomoda, son felices teniendo motivos para reír.
Nadie sospecha que le pudiera suceder un día descubrirse atraído, enamorado de una distinta. Les estallaría el cráneo en mil pedazos!
Pero a mí no. yo trato de no perder el coraje, aunque sólo consiga sentirme violento, hacia ellas y hacia mí.

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