viernes, 15 de enero de 2010

Para el encuentro

cobrar la ternura de la nube


abrir dos veces la cuenta las puertas del aire


disolver la mirada de niño sobre lo migrante

ver

ver se ven los pájaros / el vuelo
la luna menguando / inmóvil distorsión de hueso
la luna grávida,
la luna mudando sobre las estaciones
/ caliente aliento del invierno

el peso de una cosa no se ve
el del pasado tampoco
cómo tiene lo que no ha sido, la densidad de la roca
cómo se quiere ir allá -si el tiempo no es un lugar-,
a mudar la noche en otra cosa

máscaras despiertas

como balsas perdidas
virábamos
de la fanfarria a la cobardía

suicida

¡cómo miran los niños de la ciudad
el césped alejado del campo
desde las ventanas!


algo que pendiese de lo alto
erguido en la trama misteriosa
se soltara del tejido como un nudo

y rodase mundo abajo, entre los muros de la seguridad,
como un muñeco de tela en el agua

la paz!

la puta paz cuando no llega
se derriban como dominós los jardines del hambre
se hunden en cenizas de molienda los caminos marcados

la ruta sigue llevando al muelle de los malheridos

las cuentas dan, los hechos mezquinan
muchos planos como espejos rotos
usan sus voces en una ristra engualichada

¿has sido burlado alguna vez?

miércoles, 6 de enero de 2010

estar atento

está el que teme
y está el que habiendo dejado de temer
ya sabe

Odiosa rareza

Odio a las mujeres extrañamente bellas. Mujeres desobedientes, voluminosas, raquíticas, o lo que sea, pero siempre feas, feísimas; cojas de andar enrarecido, rostros cubiertos de muecas repetidas, absortas. Minas que resisten registrar al entorno en la elección del estilo para la sensualidad.
Esas minas me aterran, porque no quiero ser como ellas, no quiero tener nada que ver con ellas; no quiero ser distinto y arriesgarme al exilio de los ridículos, despojado de mi honrosa pertenencia a esta pequeña sociedad, y sus cuidados preceptos sobre cada cosa.

Las odio, pero les tengo un amor irreductible; cuando las miro, por breves instantes, escondiéndome del resto, y de mi mismo, las contemplo en su andar. Evito con todas mis fuerzas recordarlas, y no lo consigo. Se aparecen en mi mente como fotos movidas, estelas de color, en un sello de intensa sensación. Me hostiga la insistencia de su belleza.

Creo que muchas de ellas se odian a sí mismas, pero no pueden evitar ser extrañas; no logran volverse normales, son su propia prisión, de la que no pueden escapar, y secretamente acaso no quieran.
Yo las veo pasar bajo ese fuego, con el rostro del terror: conocen el infierno de querer, y no querer, una misma y sola cosa.
Yo conozco ese infierno por conocerlas a ellas.

Al principio, durante la adolescencia, me escudaba en la sensación predominante de desprecio, y decidí que ellas eran algo más para despreciar. Y punto.
Con el tiempo, comencé a sospechar de mi mismo. Las detectaba cada vez desde más lejos. Sintiéndome como imantado por su presencia, por más remota que fuera. Como si algo entre ellas y yo me redujera a una única cosa: espectador.
Puedo detectar una mujer como esta entre miles de otras mujeres, más o menos normales, corrientes u obedientes en color, forma y contenido aparente, al contexto que las contiene, -y las retiene?-. Puedo sentir el temblor de sus pasos en el suelo que vibra, hasta casi diría oír sus pies, uno por uno avanzando, acercándose.

Las odio, pues hacen que me sienta extraño yo también. Que me odie, como las odio a ellas.
Cuando estoy con amigos, y pasa una mujer así, espero que alguno haga un comentario, un gesto al menos, del tipo Qué buena mina. Sé que nunca pasan desapercibidas, me violenta que no resulten atractivas. Me siento enfermo a causa de sus bellezas trastocadas, sus sensualidades cifradas.
Muchas veces escucho a otras mujeres, jóvenes o mayores murmurar, gesticulando divertidas al respecto de alguna rareza: no las incomoda, son felices teniendo motivos para reír.
Nadie sospecha que le pudiera suceder un día descubrirse atraído, enamorado de una distinta. Les estallaría el cráneo en mil pedazos!
Pero a mí no. yo trato de no perder el coraje, aunque sólo consiga sentirme violento, hacia ellas y hacia mí.
Hechos I
Vivo con miedo, se dijo, Es mi sensación más auténtica, esa dureza pegándome los huesos a la carne, y a la piel... se detuvo pensativo. Buscaba.
Ese pensar por duplicado. Vivo bajo la opresión del miedo (me da más miedo todavía juzgar que he perdido el tiempo vivido así). No sé si sea un error de medición, pero no puedo distinguir nada más intenso, más inconfundible a cada momento, que esa rígida incomodidad, el aplastamiento del miedo. Esa desilusión constante, ese grisarse de todas las cosas que me despoja de repente ante un instante cualquiera hundiéndome en la desolación del terror, la convicción de que en un breve olvido podría matar a alguien, o alguien matarme a mí, lo que sea. La lluvia podría mojarme mientras camino, avergonzándome con cinismo. Lo más morboso, lo más extraño, sin limites de variedad o tamaño.
Tengo siempre miedo.
Tengo siempre unas ganas dolientes de estar haciendo las cosas distinto. De no haber dicho lo que acabo de decir, de no estar ahí sentado, expuesto al porvenir. Preferiría estar atado, preso, donde el minuto siguiente no pudiera traerme más que dos o tres cosas, un rango reducido de posibilidades... Lo que sea para que no pueda ponerme en peligro, y no dependa de mí, de una especie de fuerza de voluntad de que debo hacer uso (supongo, sin estar seguro) para sobrellevar el ahogo, cada vez que me visita esa sensación del tiempo echado a mis pies, amenazante, rogando ser arruinado, perdido, destrozado en otra historia mediocre, en otro lapso más de vida sin sentido, chato y hediondo como el cadáver de un perro en literal desaparición sobre la ruta, aplastado incansables veces bajo el ardiente sol de enero.

Qué debe hacerse con el miedo? Por qué me siento así? Por qué deseo desde siempre otra cosa de lo que tengo, soy, hago o pienso?

Jamás dudo del miedo, jamás podría confundirlo, aparece transparente, puro, y sé perfectamente que es él, otra vez sumiéndolo todo alrededor en su jugo aceitoso, como de serpiente. Como una serpiente enredada en la cinta del tiempo, que se estira soberbia hacia adelante. Nos mira con sus ojos poderosos, y finge saber que lo que sea que hagamos, lo haremos mal.

Miedo a la contaminación de una pureza que pretendemos adquirir o descubrir, pero que lleva un tiempo que nunca tenemos suficientemente, entre sus visitas. Y siempre es un volver a empezar, cuando su aceite nos embadurna y nos corrompe: no queremos estar limpios, no queremos limpiarnos, queremos ser puros, queremos ser perfectamente valientes, libres. Queremos ser más y más plenos, en términos generales, y en los mínimos detalles. En la gestación de cada cosa -nosotros mismos, esa voluntad bella que nada sepa del temor-, en su desarrollo y efectos.

En cambio la voluntad que ejercemos contra la ruina latente, es una voluntad corrupta, que conoce los infiernos y se le nota, trabaja con lo que hay, y no cree en el estado puro de la creación.

Palabras
Para poder hablar de cada cosa, el lenguaje inventa, patitieso e inútil, una palabra para cada extremo (malo-bueno, adelante-atrás, arriba-abajo, etc.). En medio del laberinto de gradualidades estamos desnudos y solos, desposeídos. Y queremos pertenecer. Y el miedo apretando el tiempo que nos resta vivir, parece que lo supiera. Parece que supiera que nuestra tenaz miseria siempre guarda un intento (fallido) más.

Es miedo el nombre de un extremo? No lo sabemos. Está entre nosotros y la idea de libertad. Y no queremos una carrera con obstáculos, queremos correr libres hacia cualquier parte y que en un universo puro y perfecto, cualquier dirección nos conduzca hasta ella.

Hechos II
La historia de mi vida es la historia del miedo, a todo y a todos; la historia de los intentos fallidos, de los avances en falso y las marchasatrás. La historia de los toqueteos, de los coqueteos; de los abandonos. De las preguntas sin respuesta.
Es la historia de todo eso, dejado por escrito, con aberrante ausencia de talento, en un obcecado escribir, sin releer, sin ser leído.
Es la historia de saberse sucio, y negarlo; la historia de las purezas frustradas, como un mal cuento de hadas.

Palabras II
Es la historia silente de un pequeño huerto de tierra estéril, despreciado del miedo. Donde la libertad es un plantín medio marchito; una niña violada y sola en su secreto, que a fuerza de vernos fracasar, dejase algunas veces su rincón y se acercara curiosa, sin que alcancemos a verla.